LAS TAPAS DE CARTÓN Y LOS LIBROS DEL APOCALIPSIS
Una antojadiza suposición acerca del mundo en el que (no) vivimos y el significado del cartón en la literatura de resistencia.
Imagina sin mucho esfuerzo que vives en un mundo que se cae a pedazos, donde se nos ha robado el sentido de cada acción, no la posibilidad de hablar… no, no; que vá. Todos pueden hablar (o casi todos). Sino el mismísimo sentido de nuestras palabras, el significado de sus asociaciones de ideas, la razón por la que alguna vez quisimos hablar. Los conceptos han reemplazado a nuestros presentimientos de paz; y así plagados de maravillosos e impolutos conceptos nos dirigimos al colapso muy bien vestidos pero muertos de sed,
Quiero creer desesperadamente que vivimos en los albores de un nuevo mundo… o mejor dicho; en los estertores finales de este, nuestro y querido con la fuerza que solo el síndrome de Estocolmo llevado al extremo puede explicar, no justificando.
En la prolongada y patética agonía de nuestro malquerido mundo post-post-post industrial los signos más evidentes de lo que alguna vez conocimos como identidad y cultura y deseo provienen y devienen ahora en el consumo, la sobreproducción, la contaminación y la virulenta enfermedad que el alimento procesado de mil formas para ser más barato para quienes lo producen y más infinitamente costoso para quienes lo compramos para comer, disemina por doquier. Envenenados en todos los círculos de nuestra naturaleza, aun las teclas nacidas del cancerígeno asbesto mediante las cuales escribo estas líneas me inoculan su inmunda traición segundo a segundo.
Hoy más que nunca se venden por millones libros de los anarquistas libertarios en las librerías tipo fast food del mundo que mejor sobreviven a la muerte de la ilustración a base de sueldos mínimos para sus imberbes empleados, asi como de suculentos libros de autoayuda suicida que las estadísticas ponen a la delantera en toda vitrina que se precie de vender. Y las salas de los museos están, en todo el planeta, más llenas que nunca, pero de anómicos personajes eternamente conectados a seis o más redes sociales en el mismo momento, que se toman selfies con varas retráctiles ante las obras artísticas más famosas por famosas y no por obras.
La contradictoria ‘industria de la literatura’ ha construido su propia farándula: la farándula culta que imponen los cánones de los negocios editoriales transnacionales con sus famosos y sus fans, al mismo estilo que con la industria de las calatas las bailarinas, todo el aparejo barato igual, pero vendiendo psedosapiencia en vez de carne. Como en navidad, pero vendiendo intelectuales en lugar de nieve del hemisferio norte y películas sobre regalos.
En este ahora, se hace necesario leer una vez más a André Breton, pero esta vez, con el atrevido y único objetivo de ser chic, o hípster, o snob, y nunca más para refundar la maldita realidad que denuncia, consumida de consumo hasta los huesos sin otra razón que la dirigida adicción a lo enfermo, a lo fabricado en masa, a lo alterado con esteroides, siliconas, prozac y hormonas lácteas.
Todo es el envase. Nuestra bandera es Coca Cola: agua color negro sucio, parecida en tono al líquido que escurre del trapeador una vez exprimido; azucarada hasta niveles tóxicos, probablemente cancerígena también, como las teclas; y con poderosos efectos de destapacaño; pero forrada de brillantes colores en contraste, hermosas letras de diseño y miles de millones de millones de dólares y euros y soles, y yenes para escribir al lado de su nombre hipócrita la maltrecha y ya casi vacía palabra “Felicidad”. Nadie sabe ya que es eso, pero a los más tontos aun nos suena bien, así que venga el agua negra.
Así, millones de cajas de cartón con las hermosas letras de diseño y la palabra Felicidad escrita burlonamente al lado, sirven hoy para empaquetar el paquete de un paquete envasado que se transporta de un rincón a otro del mundo vez tras vez, cajas para envasar lo envasado y empaquetar el paquete que agrupa los paquetes previamente embalados prosiguen la infinita tarea de llenar la superficie del globo de materiales no asimilables por la tierra (pobre de ella hasta que logre librarse de nosotros como un orgulloso corcel se libra de las garrapatas que lo sangran y enferman)
Entonces, Imagina sin mucho esfuerzo que vives en un mundo que se cae a pedazos, donde se nos ha robado el sentido de cada acción, no la posibilidad de hablar… no, no; que vá. Todos pueden hablar (o casi todos). Sino el mismísimo sentido de nuestras palabras, el significado de sus asociaciones de ideas, la razón por la que alguna vez quisimos hablar. Los conceptos han reemplazado a nuestros presentimientos de paz; y así plagados de maravillosos e impolutos conceptos nos dirigimos al colapso muy bien vestidos pero muertos de sed, forrados de dinero hasta los dientes pero ya sin nada que comprar. Querremos comer la plata y no podremos, correremos a las tiendas destruidas para comprar un litro de agua y no la habrá. En medio del saqueo unos se pisotearan a otros con más franqueza que aquella con la que habitualmente se pisotean, muchas veces sin tocarse.
Pero antes imagina que algunos locos pretenden retomar el sentido de sus propias palabras, denunciando la locura con las armas que le sobran, o mejor aún con sus cartuchos vacíos ya disparados de veneno y regados por el suelo como en principio. Que se reúnen secreta pero públicamente para deshacer de sus pliegues a las cajas que envuelven los paquetes embalados de unidades envasadas de diversos productos, y en una especie de sortilegio maligno y por tanto bello, cortan los cartones para transformarlos de sucio vestigio y residuo de los productos envenenados en tapa pintada a mano, en producto artesano (arte-sano, si) en producto, pero sin fabrica ni capataz, ni salario de hambre.
Imagina que en esa práctica blasfémica el libro se reencarna (o debería decir, se reencartona) en un sentido vivo. Vuelve a su esencia fuera del sendero barato, maltrecho y prostituido de la mercancía para la farándula de las letras y retorna a la gente que lo mira con amor mientras refriega sus manos manchadas de la misma pintura de la tapa.
Imagina que así el libro se vuelve otra vez subversivo y nosotros otra vez escribas, que la gente para el libro con sus virtudes y defectos, que las voces de maestros del pasado se replican y multiplican y amplifican con las pinturas y los cortes en las manos de los locos hacedores. Que cada quien ama el libro y si lo da, da parte de sí.
Imagina que tocas uno, que te enamoras de inmediato su textura imperfecta, de los trazos dudosos con que empieza el dibujo de su tapa, de la magia residente en lo bello por irrepetible. De la mirada vidriosa de quien te lo pone en las manos, como a un hijo, y te vas. Imagina que la próxima vez que tengas en tus manos el agua negra y las hermosas letras de diseño gritando de mentira la palabra “Felicidad” sabrás la diferencia.